RIESGOS Y TRASTADAS

 

Se hacía mucha vida en la cocina, no tanta como ahora, porque el comedor era el auténtico lugar de reuniones donde hacíamos las tareas, jugábamos al Parchís, al Monopolio… pero en la cocina los cuatro “pequeños” tenían una mesa redonda y bajita hecha a su medida donde comían y pasaban muchos momentos de esparcimiento. Estaban los cuatro sentados en la mesita cuando desde el fondo de la cocina agarré un cuchillo grande del fregadero y, (aprendido en el juego de “El Pico”) sujetándolo por la punta lo lancé cual indio de película, y dando giros por los aires atravesando toda la cocina pasó por encima de los pequeños y se clavó certeramente en la puerta. Mercedes se asustó, la “chacha” de turno me reclamó...

 

ALFONSO: Recuerdo una vez que nos escondimos dentro de la fresquera de la cocina para fastidiar a los obreros que estaban trabajando en la casa de la señora Bertha, disparándoles amajuelas con cerbatanas.... ellos miraban para todos los lados sin saber de dónde venían…

 

- otra vez no sé lo qué pasó en la cocina con Chon o con Mercedes que salió corriendo por el pasillo huyendo de ti, y como no podías alcanzarla, le lanzaste un zapato en el preciso instante en que ella cerraba la puerta del comedor con sus cristales de colores, y el zapato reventó uno.

 

La fresquera debajo de la ventana de la cocina, era una especie de armarito cuya pared exterior era una maya metálica que permitía recibir el frío del invierno o el poco frescor del verano, así era nuestra nevera.

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Alfonso también trajo a la memoria el jugar con fuego. Utilizábamos una pequeña catapulta de madera que construí. El sitio ideal era el baño, por ser espacioso, con solo un armario pequeño y por su piso de granito. Armamos un pueblo con casas de papel de recortables armables, y disparábamos con la catapulta a cierta distancia, algodones encendidos en alcohol tratando de caer sobre las casas y quemarlas, cosa que al final siempre sucedía.

 

Ya que estamos en el baño principal con su ventana grande (ahora las ventanas tratan de “pasar desapercibidas”), muy útil para manejar la ropa mojada que se colgaba en cuerdas con poleas que corrían como un teleférico entre nuestra ventana y la del vecino. (Todavía no existían las secadoras). Pues la ventana era tan grande que me paraba en ella, y agarrado del marco me salía hacia la ventana pequeña del cuarto de baño de servicio. El nivel de reto lo marcaban dos cosas, el que la ventana del bañito era estrecha y pequeña, y la de estar en ángulo recto, a un paso abierto de distancia. Eso me obligaba en el momento de cruzar, estar totalmente suspendido en el espacio.

            

 

Lo de desafiar a la altura lo había hecho en otras ocasiones al pasar entre los tres balcones; el de la sala y los dos del comedor que daban sobre Guzmán el Bueno. No tenían mucha separación entre sí y estaban en paralelo sobre la fachada. Consistía en mantener control y equilibrio. Me subía sobre la baranda de hierro forjado parándome en ella, y agarrado de las molduras del friso de la fachada daba el paso en el vacio a la otra baranda, me agachaba sobre ella y saltaba al interior del balcón. Pasar los balcones era más fácil que cruzar sobre el vacío entre las ventanas de los baños. Pero en los dos casos, a cinco pisos de altura, se trataba de vencer y controlar el concepto de “altura” no pensando en ella.

 

Todo esto lo hacía, por exceso de confianza. Nunca me consideré una persona arriesgada, siempre medí mis fuerzas, algo que me ha servido de mucho en situaciones verdaderamente complicadas.

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El armario del baño principal tenía en su parte inferior un gran cajón donde se guardaban las herramientas. Un buen día descubrí en su interior, mezcladas con las herramientas, unas hermosas piezas de dorado y reluciente bronce que ante mis ojos parecieron despedir deslumbrantes brillos… un tesoro. Eran brocados dorados que no sé de dónde salieron ni para qué podían servir. En casa no había cortineros o adornos metálicos que necesitasen estas piezas de bronce, pero para mí eran lujosas joyas de gran valor. Al tenerlas en mis manos, saltaron a mi imaginación personajes codiciosos por obtener esa riqueza, siniestros encapuchados de negro... antifaces... capas... látigos... espadas y flechas. Deslumbrado ante aquel descubrimiento las metí en una bolsa de fieltro negro para convertirlas en el tesoro del pirata. Nos la llevamos a algún lugar de la Ciudad Universitaria, cavamos un hoyo y la enterramos. Cuidamos muy bien de dejar marcas y referencias disimuladas pero muy claras, que dibujamos en un mapa. Queríamos comprobar que pasado un tiempo podríamos encontrarlo, y con el mapa en mano, convencimos a unos incrédulos niños de su autenticidad quedándose boquiabiertos al desenterrar el tesoro.

 

ALFONSO: ¿Y la vez que fastidiaste a la pobre Mercedes con el arco? Agarraste su muñeca "pepona" lanzándola contra un rincón del cuarto de los baúles y apuntándola con el arco la atravesaste de un flechazo y comenzó a derramar aserrín, te volviste un culo porque no supiste detener la hemorragia... con el consecuente drama de Mercedes a continuación...

 

- Y hablando de riesgos y de control, me obligabas a permanecer en la orilla, al borde del andén del Metro los dos juntos sin movernos, mientras éste entraba en la estación a escasos centímetros de nuestras narices.

  

La mayor barbaridad que hicimos -deberíamos ser muy pequeños o muy irracionales-, Paloma que fue la más afectada, me dice que tenía 10 años y yo 7, pues sí, algo irracional… Aunque no por eso me salvé de una soberana paliza cuando papa llegó a casa; en sus rodillas y con los pantalones abajo. Es la única vez que me pegó… no recuerdo el castigo a los demás.

 

Bueno, el caso sucedió en el cuarto de los abuelos. Para ese entonces ya no estaban. Ellos vivieron largas temporadas con nosotros hasta que definitivamente se establecieron en una pensión.

 

 Creo que para ese momento era el cuarto de Milita y también el cuarto de costura, con su costurera Candelas, que venía entre semana para arreglar camisas, ajustar el traje de uno para el otro, faldas de colegios, dobladillos de pantalones, zurcir medias con un huevo de madera y realizando toda la variedad de costura que exige una familia numerosa. Candelas era una señora gorda, bajita, dicharachera, cariñosa, se sentía de la familia. Le encantaba un chisme, pero era muy seria y respetuosa, con su suéter gris, sentada cerca del balcón abierto buscando la luz del patio y a su lado, la mesa camilla con la máquina de coser, alfileteros, agujas, tijeras...

 

El asunto sucedió ahí, en la habitación principal, en la más grande. Nos concentramos para jugar: Javier, Mercedes, Chon y también Josemari, mi amigo del primer piso.

 

Rara vez jugábamos juntos; las niñas con las niñas, y los niños con los niños, pero en esta ocasión todos coincidimos. Una cierta fascinación de libertad nos embriagó.

 

Trascurrió toda la mañana y nadie entró a la habitación a ver qué estábamos haciendo, debíamos estar muy callados y entretenidos. Yo no sé si fue por imitar a Candelas, pero el caso es que armados de tijeras destrozamos la habitación: Hicimos vendas para la momia, trajes, capas... El armario, puertas abiertas, fue saqueado; paños, manteles, colchas, un vestido de Paloma... No respetamos nada. Las sábanas de la cama matrimonial cortadas por la mitad, los visillos de la ventana, no se escapó de los embates de la tijera ni la tela del altavoz de la radio... ¡todo!... Nos volvimos unos locos concentrados. Por allí pasó un huracán. Cuando llegó Paloma, Mercedes muy oronda, le dijo que le habían cortado su vestido nuevo, o sea, se lo había arreglado. La rabieta de Paloma fue monumental, no tanto por ser su vestido nuevo, sino porque era el de los domingos.

 

El asombro de mi madre fue descomunal, nos sorprendió su enfado, ella, incapaz de levantarnos una mano o darnos un grito. Su molestia la manifestó con la desesperada frase: “En lo que llegue papá se lo digo”. Para papá era tan importante y difícil el rol que ella tenía que soportar, que cuando él llegaba, cumplía fielmente su papel de verdugo cinturón en mano. No había furia ni resentimiento en su acción, solo malestar y preocupación por haber desobedecido a mamá.

 

Fue tan grande la amonestación que incluso llegó hasta los padres de Josemari...

 


La pandilla antes de abordar la avioneta para emprender una nueva aventura.
Siempre me gustó esta foto de Fote (en el medio), convertido en CUTO y su pandilla, con el lugarteniente a su izquierda, a su derecha el gordito bonachón de todas las pandillas y abajo; los ejecutores, la fuerza bruta.

 

 

(Arriba)

 

TEMORES Y FANTASMAS

Siempre fui un muchacho muy impresionable, quizá demasiado cerebral. Yo dormía arriba de una de las literas. Tengo cuentos de caídas, de bajarme de la litera sonámbulo, caminar casi todo el pasillo (el cuarto de los chicos estaba en mitad de la casa) llegar a la puerta de la calle, abrirla y mi hermana Milita, atajarme en la escalera; de boxear contra la pared, amaneciendo con las manos adoloridas; de tener sueños recurrentes como el de mi ahorcamiento que en el momento de abrirse la trampa para recibir el jalón y quedar ahorcado, me despertaba en pánico por lo real de la sensación.

 

Y otro sueño que nunca me abandonaba. Se trataba de la lucha interna que siempre mantuve ante la negativa por mi parte, de aceptar el que una vida se extinguiese con el insignificante y minúsculo tamaño de una bala. Nunca lo acepté, me rebelaba contra la muerte fulminante por una bala, sentía que para terminar con algo tan maravilloso como es el milagro de una vida, solamente Dios, o en consecuencia, el hombre tendría que esforzarse, pelear y sufrir mucho para acabar con el gran espíritu de la vida antes de extinguirse. Total, no podía aceptar bajo ningún concepto, que una simple bala, un minúsculo pedazo de plomo, pudiera matar una vida. En castigo a esta forma de pensar, cuando soñaba que yo disparaba una pistola para defenderme, o se encasquillaba el arma, o no tenía balas, o la bala no estaba en posición de disparo y cuando al fin en algún sueño lograba disparar, la bala en venganza.., en represalia por mi forma de pensar, salía sin fuerza del cañón y, como en las comiquitas, el plomo, se caía al piso en cámara lenta. Nunca en sueños pude defenderme con una pistola. El arma me castigaba.

 

Tremendamente escalofriante fue la experiencia “paranormal” que viví en la puerta del baño.

 

Anochecía cuando regresábamos de un evento y no había nadie en casa, solo la chacha en la cocina, el resto de la casa a oscuras, nada más entrar sin poder aguantar las ganas de orinar corrí al baño al final del pasillo y, en el momento que echo mano al interruptor para encender la luz, algo insólito sucede; se produce un fogonazo y una vigorosa e iluminada figura del tamaño de la puerta, se materializa ante mí.

 

No era otra “mujer sin rostro” sentada en la escalera, no. En aquella ocasión posiblemente impresionado por lo que había visto en la calle y el juego de penumbras indefinidas del ocaso, pudieron jugarme una mala pasada. Pero esto fue real; la imagen encendida en rojo fosforescente sobre la total oscuridad del baño, la figura grande y clara, totalmente definida, vigorosa, en el acto me trasmite un pánico paralizante.

 

Esta siniestra aparición incandescente era el diablo en persona

 

 No lo dibujé en esa ocasión, lo encontré entre los papeles

 

Un corpulento cuerpo de fuego por acumulación de pequeñas y titilantes llamas dibujan un perfil desigual en constante movimiento, en permanente ebullición. El pánico me rebotó lívido a la cocina.

 

No había una razón para tal fenómeno, no venía de la calle asustado o impresionado por algo, más bien estaba contento y distendido. Esta aparición fue tan sorpresiva y al mismo tiempo, tan, pero tan auténtica y verdadera, tan materializada, que no dije nada a nadie, pues el próximo en ir al baño se tendría que encontrar con ella, así esperaba certificar mi apreciación. Pero no sucedió. Chon fue al baño, prendió la luz y cerró la puerta normalmente, síntoma de que no vio a nadie allí y menos al diablo.

 

Por último, quiero relatarles una escena de terror donde se combinaron la casualidad, lo imaginario y, todavía hoy lo sostengo, la realidad de un peligro inminente.

 

Estábamos de visita en casa de mi tío Roberto, casado con mi tía Ángeles. Con ellos también vivía la hermana de tía Ángeles; la tía Amalia, soltera, flaca, enfermiza, malgeniada, pero buena. Estas tías abuelas eran hermanas de mi abuela materna Milagros, andaluzas de Cádiz.

* ... el tío Roberto, sacando de su bolsillo montones indecibles de una peseta en papel moneda y todas, todas, nuevecitas.

 


Tía Ángeles

Vivían en Cuatro Caminos en un chalet de dos pisos con un jardín pequeño y un espacioso sótano que cubría la planta baja de la casa. En el sótano estaban las dependencias de servicio; la cocina, de donde partía un montacargas que subía por una correa sinfín hasta la parte más alta de la casa, se usaba principalmente para mandar la comida al comedor. En este montacargas cabía uno de nosotros. También estaba el lavadero, la caja de los plomos para la luz, los instrumentos y herramientas de jardinería, y un espacioso salón para jugar. El sótano tenía entrada independiente por el jardín.

 

Mi tío Roberto era un empedernido filatélico y un meticuloso miniaturista. Tenía en dos grandes mesones protegidos con cajas de cristal, como peceras invertidas, maravillosas figuras realizadas por él mismo, creo que con papel, cartulinas y pintura. Solo recuerdo una de las escenas; representaba una concurrida procesión de Semana Santa con nazarenos, penitentes con capirotes, público colmando las aceras, guardias a caballo, candelabros, un paso de cofradía, etc. ¡Escenas maravillosas con lujo de detalles para absorberte por horas! ¡Eran obras de arte! (¿A dónde habrán ido a parar esas vitrinas?)


Tía Amalia

 


Procesiones de Semana Santa en Granada

 

Durante toda la visita, estábamos con los primos y amiguitos de ellos alrededor de los mayores, hasta que la tía Amalia se obstinó y nos mandó ir a jugar al sótano.

 

Bajamos a la planta baja. Voy de primero acompañado por mi primo José María y, cuando voy a agarrar el picaporte de la puerta de la escalera que conducía al sótano, el pánico se apodera de mí. El picaporte gira solo, como si alguien detrás de la puerta lo estuviese soltando. Me quedo sorprendido y le digo al niño que me acompañaba, “- ...¡viste eso?!... ¿Lo viste?”

 

 Viñeta de “Pesadilla” historieta de CUTO de Jesús Blasco

 

Él confirma, nos miramos por un instante, las muchachas sin enterarse nos empujan para que terminemos de abrir la puerta, nos miramos indecisos, tenemos miedo, hasta que un grito de la chacha nos obliga abrir la puerta. Convenimos en no decir nada para no asustar a los demás.

 

Con mucho recelo abro la puerta y frente a mí, la escalera oscura que desciende al sótano. -“¡Donde se prende la luz ?”.

 

Bajamos, yo todavía con temor, nos ponemos a jugar a que estamos en una galería de arte. Soy el guía que les muestro los cuadros. Iniciándose el juego, escucho un ruido extraño al pié de la escalera, estaba sensible, pero trato de no darle importancia y seguimos jugando. Al cabo de un rato, ya más tranquilos y descuidados, de espaldas a la escalera del sótano cuando inesperadamente se escucha el sonido del suiche dejando al sótano en total oscuridad. Paralizados en la posición en que nos sorprende el apagón, las niñas sueltan un grito de terror. Me volteo hacia el lugar del suiche y ¡de pronto! un escalofrío recorre todo mi cuerpo, veo cruzar frente a mí, protegida por la oscuridad, una figura que pasa hacia la cocina. Reina el desconcierto, no sabemos qué hacer, los gritos aumentan. Volví a escuchar unos ruidos no identificables y pensé que la siniestra figura en la cocina buscaba un cuchillo, ¡ahí si es verdad que SÍ supimos que hacer! Todos nos agrupamos en un solo abrazo y caímos sobre un sofá-cama gritando a gañote pelado. Salían alaridos de auxilio llamando a tías, tíos y madres.

 

Así apiñados, totalmente indefensos, veo como una sombra viene acercándose a nosotros, va creciendo cada vez más, el terror me hace cerrar los ojos y grito acompañando al coro de la desesperación. Y con aquel miedo, al ver que varias sombras se acercan y se entrecruzan y no nos hacen nada. Me doy cuenta que las sombras amenazadoras vienen a través de las ventanitas del techo del sótano, pero al ras de la calle. Son los transeúntes que a medida se acercan al farol de la calzada, se agrandan y desaparecen sobre nuestra pared.

 

La desesperación y el tiempo que estuvimos en la oscuridad no tuvieron límites. Hasta que ¡por fin!, la chacha dando gritos para que nos calmásemos, bajó con una linterna. Subimos con ella hasta nuestras tías y madre. Ella, la chacha, volvió a bajar y conectó la luz. Se fue la luz solamente en esta casa y no se encontró una causa justificada.

 

Después de un rato, ya las lágrimas secas, los sollozos contenidos, viene la crítica sobre una de mis hermanas por ser la más miedosa y gritona porque sólo se oía gritar; -“ Mamáaaa!!! ...Mamáaaa!!! ...” y la única mamá que había era la nuestra. Lo que ningún otro niño quiso aclarar por vergüenza, es que todas, primas o no, al cabo de un rato, gritaban ¡mamaaaá!

 

Nadie me puede quitar de la cabeza que en el sótano había alguien, posiblemente un ladrón.

 

Reconstruyo los hechos de la siguiente manera: El ladrón entró al sótano. El grupo familiar estuvo concentrado durante toda la tarde en el segundo piso. Y pareciera que así sería, ahí nos quedaríamos.

 

Por lo tanto, la planta baja permaneció solitaria toda la tarde. En ella se encontraba el área social y la sala con objetos de gran valor, adornos y curiosidades como la exposición de miniaturas.

 

El ladrón decide subir hacia la planta baja cuando sorpresivamente, sin estar en el programa, nos mandan para el sótano. En el mismo instante en que vamos a entrar al sótano, él nos escucha, suelta el picaporte y sólo le da tiempo de bajar y esconderse al pie de la escalera donde estaban unas grandes cestas para la ropa sucia.

 

Cuando ya estamos en el sótano, no puede salir del escondite, porque obligatoriamente para salir a la calle, tendría que pasar por delante de nosotros. En un descuido nuestro, sale de su escondite y apaga la luz para poder cruzar frente a nosotros sin ser visto. Va hasta la cocina para sacar los fusibles y apagar toda la casa. Así crea la confusión, y una vez que nos “rescatan”, protegido por la total oscuridad, huye.

 

Arriba no están al tanto de saber donde se apagó primero la luz, si en el sótano o en el resto de la casa.

 

Creo que eso fue lo que pasó. El intruso escondido nos acompañó durante todo el tiempo que estuvimos en la oscuridad, hasta que la chacha nos subió y, en ese momento, antes de que ella volviera bajar, aprovechó para salir por la puerta del jardín.

 

La narración no transmite la auténtica sensación de terror que vivimos. El pánico que sentimos esa noche fue real.

 

(Arriba)

 

(Sigue en "Alcotán y Paloma")