LA MUJER SIN ROSTRO Y LA VIDA

 

Mi primer encuentro con la vida real lo recibí a los seis años un mediodía al salir del colegio de Los Reparadores.

 

En la calle donde esto me pasó, quedaba entre Alberto Aguilera y Princesa. Al salir del “cole”, con los compañeros nos poníamos a cambiar los cromos repetidos de “La Cenicienta” y un chico de la calle, pobremente vestido, me ve aquel fajo de cromos en la mano, unos cincuenta, y me dice que él tiene unos que yo no tengo, pero que hagamos el cambio con calma en una calle tranquila, y me hace que lo siga, cosa que no sentí bien, pero ya caminaba detrás de él. Entramos en una callejuela empedrada como las del pueblo de Pinocho, corta, estrecha, y solitaria, en forma de arco, de tal manera que volvía a salir a la calle principal. En aquella soledad me pide el fajo de cromos y cuando ya los tenía en su mano para verlos, echó a correr como una flecha. Yo me quedé en el sitio petrificado... sin saber qué hacer... me robó... no lo podía creer, me quedé frío… nunca pensé que se pudiera hacer eso.

 

El segundo encuentro con la vida real fue más dramático, tanto que me acompañó por muchos años en mis pesadillas. Ya estudiaba en Areneros. Trató de ser el ocaso de una vida y en cierta forma, el ocaso de la inocencia.

 

Una tarde al salir del colegio Areneros camino a casa, en el bulevar, a la orilla de la calzada por donde pasaba el tranvía, noto un pequeño grupo de gente alrededor de algo, o alguien. Me acerco por curiosidad, y abriéndome paso entre los mayores descubro a una mujer en el piso arrodillada sobre sus talones. Falda oscura y larga que le cubría los pies, suéter y camisa negra cerrada al cuello y lo más impresionante; su rostro bajo un amplio pañuelo sucio y gris que solo dejaba ver el labio inferior. En un costado, en el piso, reposaba un abultado bolso de tela como única pertenencia. Un guardia trataba  de disuadirla, los curiosos observaban, ella no respondía. La tarde era gris y triste.

 

El tiempo se expandía como si la acción estuviera en cámara lenta. Me quedé impresionado sobre su cabeza cubierta por el pañuelo que evidenciaba un acusador rostro sin cara. No podía dejar de observarla. Ella impasible. Yo no entendía qué sucedía hasta que pasó un tranvía rozando al grupo y alguien se interpuso sujetando a la mujer que por primera vez reaccionaba con un lastimoso quejido porque no la dejaban morir bajo las ruedas metálicas chirriantes del tranvía.

 

Oscurecía  al llegar al portal  Nº 45. Al entrar, no veo el ascensor en la portería y decido subir al quinto piso por las escaleras. Todavía la penumbra no había disparado automáticamente el encendido de las escaleras. Inicio el primer tramo de cinco o seis escalones, y al doblar el primer recodo, cuando levanto la vista de los escalones para emprender el siguiente tramo, en la mitad del mismo, envuelta en las tinieblas de la penumbra y resaltada por el débil contraluz de la estrecha ventana vertical, ahí estaba ella, la suicida, en la misma posición, arrodillada en la escalera, con su bolso, con su impresionante cabeza inclinada y sin rostro, sólo el pañuelo... me estaba esperando… El corazón me brotó del pecho... el pánico me hizo retroceder sobre mis pasos y bajé corriendo a esperar el ascensor.

 

Hasta ese momento nunca pensé que el deseo de suicidio me afectaría tanto. La muerte eran fantasías de películas, era algo nuevo y traumático, no podía  entender que alguien quisiera quitarse la vida.

 

Pues me marcó tanto, y me impresionó tanto, que la mujer sin rostro se me apareció en muchos sueños, los más vívidos y aterradores que recuerdo. Tras su pañuelo su voz me acusaba una y otra vez...  por ser yo el culpable... el que se había entrometido en su muerte... me hacía responsable por no dejarla suicidarse... quería acabar arrollada por un tranvía, y yo, no se lo había permitido.

 

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Recuerdo que a finales de mi estancia en Madrid se produjo una manifestación de estudiantes, una de las pocas durante el gobierno de Franco. El colegio, de los Agustinos, estaba al final de la larguísima calle de Guzmán el Bueno -donde yo vivía-, y en el extremo opuesto al colegio, la calle terminaba en el bulevar de Alberto Aguilera.

 

El grupo de manifestantes al llegar al bulevar es violentamente reprimido. En el enfrentamiento, la policía mató a un estudiante. Me entero de lo sucedido al llegar a casa. Y yo asombrado, no lo podía creer, aunque los acontecimientos sucedieron a un kilómetro del colegio... yo me recriminaba el no haber sentido esa muerte: “-¿Cómo era posible que yo NO hubiera escuchado el sonido horrendo, horroroso que tenía que producir un disparo para PODER terminar con una vida de verdad? el cruel disparo que se LLEVÓ UNA VIDA chorreando sangre sobre la calle”. Era mi primera muerte real. Para mí la VIDA era demasiado grande,  demasiado sagrada.

 

(Arriba)

 

(Sigue en "Juegos y Pelea")

JUEGOS Y PELEA

 

De los hermanos, he sido el más callejero. Roberto con un año y  nueve meses mayor que yo, era mi compañero natural de correrías, pero desgraciadamente compartimos muy poco. Roberto a los 10 años de edad lo mandaron a Cuba, y de esos 10 años, pasó 4 enfermo entre Alicante y Valencia. Ese mismo año 1951, en Abril, papá se fue a Venezuela. ¿Todavía no me explico, cómo mi padre, con doce hijos y 43 años de edad, tuvo el valor suficiente para irse a Venezuela a enfrentar un futuro incierto?

 

Dos años después, en el 53, Pepe recién graduado de bachiller, se va con papá. Y en el 55, Roberto se les uniría directamente desde Cuba.

 

Sin papá y sin Pepe en la casa, Fote toma a pecho la responsabilidad y ejerce la jerarquía como hermano-varón-mayor (siempre ha sido muy “formal”); se siente  padre sustituto responsable de “los pequeños”… pero también incluía bajo su control a Chon, a Mercedes y muchas veces trató de exigirme a mí… lo cual motivó discusiones y peleas.


Mercedes con una tierna actitud hacia Carlos su consentido. Angelines, Pili y Tato
 

                Eran muchos los juegos que teníamos en la calle; todos conocen “Ladrones y Policías” a correr, esconderse y no dejarse agarrar.

 

“El Pico” con un cincel, cuchillo o destornillador, tenías que lanzarlo de distintas maneras, dando vueltas, de espaldas, de punta invertida... y clavarlo sobre el terreno previamente marcado en zonas. Si se clavaba correctamente ganabas terrenos hasta hacerte con todos los de tus compañeros. El ganador, lanzaba lejos todos los picos para que cada cual, lo más rápido posible, recogiera el suyo  y regresara al juego. “La Tula” tocar y correr. “Las Canicas” puntería. “La Taba” con un hueso de vaca y un cinturón el poder cambiaba de mano. “La Mímica” deducción y razonamiento. “Tacos” destreza y tino, se jugaba con tacones de zapatos de hombre. “Futbolito” el azar, darle golpes con un dedo a un hueso de aceituna sobre el bajorrelieve de la tapa de una alcantarilla hasta llevarla al hueco de uno de los extremos que hacía las veces de portería. “El salto del burro” agilidad y habilidad física.

 


"La Taba"



Copiando a Moro sus “Ladrones y Policías”

  El “Juego del Burro” de Moro, visto por Javier.

  

ALFONSO: Recuerdo las tapitas de las botellas de cerveza, las colocábamos en las vías del tranvía, para que las aplanase y hacer "gurrufios"…  también le quitábamos el "corcho" y le colocábamos la foto de algún jugador de fútbol, y encima unos vidrios redondos, que todavía me pregunto de donde los sacabas... y jugábamos a las  "Chapas", dibujando el recorrido con tiza sobre el piso.

 

Ese era el juego que más me gustaba, “La Meta”. Un juego bonito e ingenioso donde uno tenía que empezar por construir su propia ficha. Recortabas de un cromo o de una revista una foto en colores, del ciclista o del  jugador de fútbol de tu preferencia y la colocabas en el interior de una chapa de cerveza. Protegías la foto con un vidrio que ibas tallando circularmente en la ancha ranura de los tornillos, justamente de este farol de la calle, hasta que ajustase dentro de la chapa. Encima del  vidrio ponías un aro metálico, un poquito más pequeño que el interior de la chapa. Para sujetar el aro sobre el vidrio rellenabas con plastilina entre el aro y el borde interior de la chapa, quedando así fijamente enmarcada la cara del jugador. Este proceso le daba a la chapa consistencia, peso y estabilidad. Se sorteaba quién iba a pintar con tiza sobre la acera de la calle la tortuosa pista a seguir. Se iniciaba pintando la caja de salida identificada con la palabra Meta. De ahí salía de acuerdo a la imaginación del “constructor”, un camino de diez centímetros de ancho aproximadamente, con rectas, intersecciones y curvas por donde iban a “correr” las cuatro o cinco chapas impulsadas a golpe de dedo. Si jugando te salías de la pista te penalizaban volviendo atrás a alguna otra parada. El camino se curvaba sobre si mismo haciendo tréboles, cuadrados,  o de pronto te encontrabas sobre un mar, representado por onditas, un espacio de más o menos sesenta centímetros sobre el que tenía que saltar la chapa, otras veces el camino terminaba bruscamente en el vacío donde “flotaban” islas de curiosas formas geométricas sobre las que tenías que caer, y de no hacerlo volvías atrás mientras los demás te pasaban, cuando al fin llegabas a la última isla, tenías que caer en un camino tan fino como el ancho del trazo de la tiza y así, tenías que sortear con la chapa un sin fin de dificultades que terminaban en la parte de atrás de la Meta, en el mismo lugar de donde habías salido.

 

Me atrevo a decir que aquellos juegos inspiraron los electrónicos como el de Mario Bross. Con la diferencia que aquí tenías que construir la pieza de juego, establecer reglas y premios, diseñar el recorrido y lo mejor de todo, andar por el suelo jugado en la calle al aire libre con tus amigos. Juegos que exigían destreza, habilidad manual, desarrollo del razonamiento, deducción, imaginación, condiciones físicas. Enseñaban a relacionarte, a compartir, a respetar normas, a desarrollar el sentido de la responsabilidad y a través de la competencia, despertaban el deseo de superación personal.

 

Los juegos no eran otra cosa sino la formación del niño para la vida. El adulto educado por el niño.

 

La calle representaba todo para mí; correr.., saltar lanzándome para colgarme en los tubos de los toldos, meter los pies entre las manos y dejarme caer al piso girando sobre los hombros.., bajar como un ovillo por la acera toda una manzana dando vueltas de carnero sin parar.., caminar a metro y medio de altura por el estrecho pretil de la fachada del colegio La Salle frente a la casa.., subir a los faroles.., a los árboles del parque…

 

ALFONSO: Del Parque del Oeste  recuerdo la caseta del guarda que por cierto, la última vez que estuve en Madrid, descubrí que quedaba una en los límites del sur del parque. También recuerdo que el guarda te detenía por subirte a los árboles a coger ciruelas y matar pajaritos.

 

…jugar fútbol en la calle estando prohibido (una vez me agarró por detrás a mí y a la pelota, un policía vestido de paisano y me pusieron una multa)… pintar con tiza en la acera un cuadrilátero para hacer lucha libre y pasar uno a uno los contrincantes hasta que alguno te hacía pronunciar la frase  “-…me rindo”.

 

Mi carácter nunca ha sido violento ni agresivo, todo lo contrario, no entiendo la violencia, me aterra. 


El guardia de la Porra

 

Siempre recordaré la “única” gran pelea que he tenido en mi vida. Estaba el “rubio” abusando de un niño más pequeño que él y salí a defenderlo sin saber lo que me esperaba. El “rubio” se llamaba Rafael y tenía el pelo rubio. Era un muchacho grande para su edad, le teníamos miedo, era patoso y brutote, antipático, no se llevaba bien con nosotros, vivía al doblar la esquina en el edificio donde tenía su frutería “el tío miserias” que se imaginarán por qué lo llamaban así, era más miserable, tacaño y roñica que el personaje de Charles Dickens en “Cuento de Navidad”.

 

Le pedí al “rubio” que dejara tranquilo al muchacho, que no fuera abusador, me apoyaron un coro de voces que lo dejaron en ridículo, a tal punto que se envalentonó y, para no quedar mal, me desafió a una pelea donde nos veríamos las caras de verdad, verdad, en un solar a “La Hora Señalada” como la película de vaqueros de Gary Cooper. Nunca entendí ese tipo de pelea; o peleas cuando estás exaltado y enfurecido o no lo haces, pero ya estaba comprometido, la “presión popular” no me permitía dar marcha atrás.

 

Como a las cuatro de la tarde, mientras camino hacia el solar una manzana más arriba, me veo desmotivado. Una cola de muchachos me sigue, los que luego formarían el corro alrededor de nosotros entre los escombros del solar. Nos quitamos las camisas. El “rubio” era grande. “Porqué me habré metido a redentor” pensaba para mis adentros. Si sirve de algo, diré como excusa que nosotros lo que hacíamos en la calle era lucha libre: nos revolcábamos, hacíamos presiones, inventábamos llaves y cómo salirnos de ellas, pero nunca boxeábamos, no sabíamos boxear. Solamente una vez Josemari me llevó a otro barrio, para que me calzara unos guantes de boxeo. Fue suficiente el primer golpe que recibí por el “experto” Josemari, la cabeza vibró seguida por un aturdimiento general, dolor y nauseas.

 

Total que, ya, sin camisa, nos cuadramos, giramos, nos estudiamos, los gritos provocadores de los muchachos nos obligan a lanzar los primeros golpes, le di dos buenos puños que me asustaron más a mí que a él, e inmediatamente, mi guardia es destrozada por un torbellino con todo tipo de golpes. Ahí quedé, en el piso y con sangre en los labios. La  golpiza  de mi vida.

 

Esta era la época en que no iba al colegio, estudiaba en casa.

 

Me sentí tan mal, con el cuerpo tan adolorido,  que me acosté y pensé que cuando Gabriel, mi profesor particular, supiera lo mal que me sentía, tendría compasión de mi y no me daría clases esa noche.

 

Llegó Gabriel con su traje y corbata de siempre, encendió la luz y miró mi abultada cara. Le conté que me dolía todo y sin más, enérgico, me hizo salir de la cama y en pijama y atontado todavía, recibí mis clases.

 

No era problema suyo si yo perdía mi tiempo peleando en la calle.

 

Su problema era darme clases todos los días. Y si quería pelear, por lo menos debería aprender a defenderme. El era un tipo muy atlético y bastante musculoso

 

 (como se puede apreciar en la foto de mi Primera Comunión, si lo comparamos con Pepe, hay gran diferencia).

 

En aquel momento lo odié por no compadecerse de mí, y ese día por segunda vez, recibí fuerte y clara una segunda lección: una de ellas, el que puedas ser vencido, y la segunda; el no tenerte lástima hagas lo que hagas, que siempre sea tu decisión y asumir las consecuencias, y como lema, podría decir; “Nunca te arrepientas de nada de lo que hagas y menos de lo que no has hecho o podido hacer”.

 

(Arriba)

 

(Sigue en "Josemari")