JOSEMARI

 

Fue lamentable que ese día no estuviera Josemari, él hubiera peleado por mí, él sí sabía boxear y tenía el coraje para pelear en frío.

 
Ya grandecito siguió con su afición por el boxeo. Tras la foto escribe que ese día ganó la pelea.

 

José María Jiménez Romano, “Josemari”, ha sido mi mejor amigo, “el amigo”.

 

Era como un hermano más. Vivía en el mismo edificio, en el principal izquierda. Eran ocho hermanos, una familia numerosa como la nuestra y de las mismas edades:

 

 

La hermana mayor Juli se juntaba con Milita (en medio de ellas) Moncho hermano de Julita.

 

En la Plaza de la Monclóa, años después: Alfonso y Angelines ceden su coche a Pili y Carlos. Paloma con Loli las más grandes. José con Javier. Alfonso y Angelines con Moncho (a la derecha) y Loren (en el coche) con Pili y Carlos (en el dúplex). A Mercedes (detrás de Angelines) y a Chon (que no está) les falta Conchi.
Tony y Luis eran los mayores, parejos con Pepe y Fote.

 

 

Pero Josémari y yo fuimos los más asiduos, los máss unidos. Pepe, como lo llamaban los demás, era unos meses mayor que yo, fue un compañero inseparable e incondicional, aunque respetábamos nuestros espacios, quiero decir, no estábamos todo el tiempo amorochados.

 

Sabíamos que cuando nos necesitáramos, podíamos contar el uno con el otro.

 

Era más maduro que yo; mientras yo iba a los “columpios” él ya se metía en los salones de baile, jugaba billar, fumaba  y viajaba a Tánger, (moros, y peleas a navajas). Para él, ya las chicas del barrio eran niñas tontas que no valían la pena.

 

Definitivamente, yo lo admiraba. Al terminar la Mili se fue a Alemania sin avisar a su familia, “el ambiente se cerraba muchísimo para la gente joven intrépida  y con ganas de vivir otras aventuras...” En un segundo viaje a Alemania se quedó a trabajar y de ahí pasó a Francia donde se casó con Helen, una parisina, y tuvieron dos muchachos. Mucho tiempo después vivieron en Barcelona. Después se separaron y siguieron viviendo felices.

 

Nos volvimos a ver en el año 72, quince años después desde que nos fuimos de España en el 57. Durante todos esos años mantuvimos nuestra amistad por correspondencia.

 

Él conoció a todos mis amigos venezolanos que viajaban a Francia porque yo se los mandaba obligados, inexorablemente “tenían” que conocer a mi gran amigo. Años después, nos volvimos a ver en Barcelona. Pero después de eso, han pasado muchos años que no sé nada de él.

 

Siempre me acordaré del gran chasco de nuestras vidas. Lo contaré más adelante.

 

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EL DE LA FAMA

 

Ya grandecitos, en verano, teníamos un juego un poco pesado. Comprábamos el Canuto (una especie de cerbatana) y las majuelas, diminutas frutas rojas que después de masticadas la semilla se soplaba por el canuto saliendo con gran fuerza.

Una tarde le “disparé” un “amajuelazo” a una niña y me resbalé al salir corriendo, en la caída me fisuré el codo izquierdo. Esto me produjo un dolor tan intenso que me desmayé. Esta vez al perder el conocimiento no me fui “a negro” como me sucedió con el taxi que me atropelló, todo lo  contrario, nunca se me hizo el tiempo más largo... En breves segundos pasó por mi mente una eternidad de imágenes. Al despertar entendí por qué la gente siempre pregunta ¿dónde estoy? pues fue lo primero que dije, “¿Dónde estoy?” sin saber por qué estaba en el piso, sorprendido de verme rodeado por mis amigos y por la niña agraviada que todavía me seguía gritando e insultado y se alegraba mucho por lo que me había sucedido.

 

Esos segundos de inconsciencia me llevaron por el viaje astral más abigarrado de mi vida........

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Apartando los dos incidentes “serios” ocurridos en el transcurso de varios años (el atropellamiento del taxi y la fisura del codo) y algunos otros menores, como recibir alguna pedrada en la cabeza o magulladuras y aporreos al saltar de los tranvías en marcha; considero que no me pasó nada grave en comparación con los riesgos que afrontamos.

 

Sin embargo, yo era el que cargaba con la fama de ser siempre el que recibía los golpes, por lo menos así lo creían ciertas personas.

 

En una ocasión Josemari, saltaba en veloz carrera los distintos huecos de los árboles de la calle. En un salto, al caer, metió el pie en la boca de la manga de riego -en condiciones normales hubiera sido imposible tratar de meter un pié en esa pequeña toma-, el cuerpo con la inercia hacia adelante partió la tibia y el peroné en dos... Fue un doloroso y grave accidente. Meses de cama, meses de silla de ruedas, una rotura que le costó el año escolar.

 

Los gritos de Josemari se escucharon en América, pero su madre, que vivía en el primer piso justo al frente del lugar del accidente, no le prestó la más minina atención... ni se asomó al balcón.

Para ella…: “- Ese debe ser Javier”.

 

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TOBOGÁN

 

ALFONSO: Según recuerdo, fue tu amigo Arenas, el que vivía cerca de GAL, la fábrica de jabón Heno de Pravia,

 

JAVIER: ... No, el vivía en Reina Victoria, cerca del colegio...

 

ALFONSO: ... el caso es que siempre lo encontrábamos por esas calles que olían tan fuerte a jabón... recuerdo que él fue el "ideólogo y el instigador" de lo del tobogán asesino....lo recuerdo a él a ti, a mí y a otro más que no sé quién era, en la guachafita esa del tobogán en la Casa de Campo... era una especie de boca de visita de alcantarillado muy pendiente, con una pared que producía un borde que si llegáramos a pegar la cabeza seguro nos quedábamos en el sitio, y al final se llegaba a un sitio plano, donde había una escalera de gato para subir  -esas de cabilla, completamente vertical, adosada a la pared, como las de los tanques-, por la cual subíamos y salíamos por una boca de visita.

 

JAVIER: No recuerdo a Arenas con nosotros en el tobogán, pero si tu lo dices. Eso es lo curioso de la memoria; cómo uno circunscribe el recuerdo a su entorno personal y solamente se ve uno. Eso es lo bonito de confrontar puntos de vistas y criterios ajenos.

 

La Casa de Campo era la inmensidad inexplorada, era nuestra tierra de descubrimientos. Un buen día, allí encontramos aquel “tobogán” que nos ofrecía una alcantarilla peligrosísima. Un desagüe en desuso con una inclinación de 45º, tan estrecho que a duras penas cabíamos.

Creo que esta foto es la que mejor retrata la edad de la que estoy hablando: Josemari, Javier y Tato.

 

El juego consistía en meternos en esa oscuridad y lo más importante, tratar de no lesionarse. Descendías velozmente en completa oscuridad, de pronto un pantallazo de luz en un tramo de la pared rota del desagüe. Justo ahí, otra vez en oscuridad, se quebraba el túnel atravesado por un brocal haciéndolo más estrecho, así que en último momento, lanzado por la curva de salida, tenías que pegar la cabeza al piso y no levantarla por ningún motivo; con la velocidad que traías hubiera sido fatal, como una guillotina, pero al revés, hacia arriba.  

 

Pues hasta Tato, con 5 0 6 años de edad, tenía que adaptarse a esa “disciplina”.

 

ALFONSO: Tú yo íbamos solos a jugar a la Casa de Campo. Una vez fuimos con unos arcos y flechas hechos por ti. Vestíamos un arbusto con un abrigo, (que siempre resultaba ser el mío) le colocábamos una piña de pino en el lugar de la cabeza, le rondábamos acechantes hasta tumbarle la cabeza con las flechas.

 

¡Ah!... Y en otra oportunidad, una tarde caminando por los alrededores donde estaban las "troneras", pasamos por una zona con escombros de una casa o algo similar. Tú entraste violentamente, y saliste como un rayo, lívido y asustado, agarrándome a mí por los hombros para que nos fuéramos rápidamente.... detrás de ti salió un señor arrechísimo amarrándose los pantalones y detrás de él, una mujer acomodándose el vestido... te pregunté qué pasaba y me dijiste que era un tío Saca Mantecas....
 


Portada del Post por Norman Rockwell

 

A medida que materializamos estas andanzas, caigo en cuenta que debería haber pagado una gran deuda a quien tuvo que realizar una ingente labor durante esos años... a nuestro Ángel de la Guarda. Definitivamente, nunca nos abandonó, y menos cuando transitamos por desolados parajes. Era nuestro Ángel, el que nos permitía reconocer a “los nonateros” (no sé porqué los llamábamos así). Había muchos. Eran pederastas que se acercaban a los niños con caramelos, promesas y remilgada simpatía, aunque no sabíamos con que aviesas intenciones, intuíamos, siempre atentos, a rechazarlos rápidamente.

 

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HACER NOVILLOS

 

Hablando de alcantarillas, conocí parte de ese mundo subterráneo.

 

Estudiando en los Agustinos comencé a hacer novillos.

 

Durante el recreo y previamente puestos de acuerdo, atentos a no ser descubiertos, aprovechábamos un descuido para escaparnos cuatro o cinco compañeros por un hueco de la cerca metálica.

“- ¡Que risa!... -¿Tú has fumado?, - No, - Pruébalo,...  chupada, tos, tos, tos... ¿Qué hacemos?... - Yo conozco un lugar... ¡Mira, vamos a meternos!”

Detrás del colegio, en pleno descampado, nos llamaba a gritos de curiosidad una boca abierta de alcantarilla. Bajamos los travesaños de hierro adosados a la pared. Al inicio el poco de luz nos muestra, pegada a una de las paredes,  una estrecha acera o andén al ras del  agua que corre por la parte más ancha del túnel. Alejándonos de la entrada, la obscura y maloliente cloaca nos envuelve. La estrecha acera intuida en la oscuridad nos obliga a caminar en fila agarrados de la mano y pegados de la pared.

 

Lo desconocido agitaba mi imaginación hacia peligros imprevistos que aceleraban mi corazón. La fuerza y la tranquilidad te las daba el hecho de ir en grupo. Ruidos del agua y dentro del agua, chapoteos, goteras, ratas, telarañas. De vez en cuando se colaba un rayo de luz perforando el ambiente y permitiendo ver el espacio donde nos movíamos.

 

Caminábamos por túneles que se bifurcaban  o por recovecos que se estrechaban, obligándote a pasar agachados o de uno en uno o, a  saltar cruces de aguas para no mojarte. (Parecía como si estuviéramos jugando, pero en persona, el juego de la Meta).

 

El de adelante conocía el camino. Él sabía por dónde cruzar, que túnel tomar y por donde salir. Después de un largo y penoso camino, salíamos a la luz por una alcantarilla situada en la Facultad de Medicina de la Ciudad Universitaria a unos kilómetros del colegio ubicado en la Av. Reina Victoria. Después de una hora o más, que era lo que duraba la travesía, nuestro aspecto era aterrador, abrigos sucios y fétidos, zapatos mojados, telarañas en la cara y en el pelo…

 

A la segunda o tercera vez de hacer este viaje ahí metidos, la claustrofobia, la oscuridad, la angustia del lento transcurrir del tiempo, la posibilidad de ser atacados por un extraño, todos estos temores, se van transformado en osada intrepidez.

 

 

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EL GRAN CHASCO

 

La necesidad en la España que se reconstruía, dio vida a los pequeños comerciantes llamados Cacharreros.

 

A manzana y media, en Andrés Mellado, al lado del dispensario en cuya esquina había una fuente para beber, tenía su local un Cacharrero. El pequeño espacio estaba abarrotado por una gran variedad de objetos en caótico desorden. El asunto era que él compraba cualquier material u objeto de papel, ropa, hierro, bronce o madera. (¿Adelantados a su época, fueron los primeros recicladores?)

 

Descubrí que podía agenciarme unas pesetas adicionales a las que me daban mis tías los jueves por la tarde. Ellas compraban todos los días el periódico ABC. Cuando tenían bastantes acumulados me los llevaba y en casa, los amarraba muy bien y fuertemente porque adentro del atado les  metía piedras. Los llevaba al cacharrero, los pesaba y casi siempre me daba cinco pesetas con las que me sentía rey.

 

Al ver pedazos de hierro apilados en su tienda, me vinieron en un flash la infinidad de tornillos y tuercas desparramados por la hierba alrededor de los rieles del tren, que dejaba a mi paso caminando por la Casa de Campo. Los usaban para fijar los rieles a los durmientes ¡cantidades de tornillos y tuercas a lo largo de la vía del tren! Y si estaban abandonadas es que no servirían.

 

¡Eureka!... ¡El descubrimiento nos haría ricos para siempre! Solamente se lo comenté a Josemari, nadie más debía compartir nuestra mina de oro.

 

En esa época se “encontraba” muy lejos la Casa de Campo. Para ir a la Casa de Campo desde casa, debíamos bajar como cuatro manzanas hasta llegar a la Plaza de la Monclóa.

 

La Plaza de la Monclóa era en ese entonces un gran descampado  que en determinadas épocas del año, se vestía de feria; norias, barcas, tiovivos, carritos chocones, tiro al blanco con escopetas de balines sobre patos metálicos que atravesaban de lado a lado el tenderete, o con pelotas de trapo sobre botellas, puestos de horchata, algodón de azúcar, churros y no podían faltar personajes como el organillero con su mono, gitanos con cabras equilibristas u osos bailarines.

 

ALFONSO: Esa era la feria de San Antonio y la ballena Mobby Dick, que olía a bacalao en lo que uno doblaba la esquina de Fernando el Católico...

 

Bajo una gran carpa exhibían a Mobby Dick, la ballena (eso decían) estaba “y que disecada”, pero olía a podrido a ochenta manzanas a la redonda. La fetidez daba nauseas y arcadas. Pues así, con todo ese espacio ocupado por las ferias y verbenas, todavía quedaba en la plaza un descampado similar, era una gran plaza.

 

Total que para seguir a la Casa de Campo, tenías que atravesar la plaza de La Monclóa, entrar al Parque del Oeste, atravesarlo de punta a punta y, al salir del parque, después de otro largo trecho, pasábamos frente a un club donde los socios en traje de baño disfrutaban de una hermosa piscina con trampolín, la primera que vi. Seguíamos caminando hasta llegar al puente de Los Franceses sobre el río Manzanares, al cruzarlo ya estabas en la Casa de Campo, “a campo abierto”, no estaba delimitado.

 

 

La Casa de Campo era soledad, bosques con grandes árboles, pájaros, conejos, horizontes y libertad sin límites... la sensación de estar muy lejos de casa se acentuaba por la presencia esporádica del paso del tren. Su peculiar sonido nos alertaba y nunca faltó la alegría y curiosidad de poner chapas, monedas y cualquier otro objeto en la vía del tren, que bajo el paso metálico de sus múltiples ruedas, el último vagón las entregaba tan finas como una hoja de papel.

 

Los dos solos, José y yo, iniciamos las incursiones a nuestra mina de oro. Eso fue uno, y otro, y otro día, recolectando tornillos y tuercas y, más tornillos y más tuercas que acumulábamos bajo el tronco de un árbol caído.

 

Cuando consideramos que eran suficientes como para hacer el primer viaje, bajamos con dos morrales -los más grandes que conseguimos- y un bolso de mano. Los llenamos hasta el tope.

 

Ahora  teníamos que cargar con aquellos sacos de pura avaricia el regreso cuesta arriba. Ahí empezó lo bueno, desandar el gran trecho hasta llegar al Parque del Oeste. Luego atravesar TODO el parque con aquel peso descomunal y después, subir las 4 manzanas hasta la casa. Pero más podía la avaricia. Sudábamos, las manos ya no tenían fuerzas, las piernas no podían más, las espaldas se rindieron, los morrales terminaron arrastrados por el piso.

 

Cuando descansábamos tirados en el piso, y fue en muchas ocasiones, mirábamos con recelo a los transeúntes no nos fueran a descubrir el origen de nuestra fuente de riqueza. Nunca fue tan largo, tan lejos y tan pesado el camino a casa. En una ocasión, ya extenuados, nos venció y nos tentó el cansancio y casi decidimos abandonar la mercancía. Pero ya que habíamos llegado hasta allí... sacamos fuerzas de flaquezas y seguimos.

 

Al día siguiente, le llevamos al Cacharrero nada más que el bolso de mano, pesaba lo suficiente. No queríamos, inocentemente, descubrir el gran  potencial de nuestra mina de oro.

 

Cuando lo pusimos sobre la balanza, vimos cantidad de kilos traducidos en cantidad de pesetas, aquello pesaba. El cacharrero asombrado y curioso, abrió el bolso, lo miró, y dijo (tubo la gentileza):  “Si no quieren meterse en problemas, devuélvanlo a donde lo encontraron. Esto es propiedad del gobierno”.  ¡No lo podíamos creer!... ¡Con razón esa riqueza era tan fácil de conseguir! ... ¡Presos nos podían poner! ... Estábamos locos!!! ¿A quién se le podía ocurrir  que eso fuese legal? ... si esos “hierros” se pudieran vender no existirían las VÍAS DEL TREN.

 

Esto significó el gran chasco financiero de nuestras vidas, significó una gran frustración porque además de tontos nos sentíamos delincuentes. Demostramos ser muy inocentes. Pero no todo había acabado ahí, ahora venía  lo peor. Ante la recomendación del Cacharrero, Josemari se volteó hacia mí con ojos desorbitados gritando;  “¿Queeeé?!!!... ¡DEVOLVERLOS!!!... ¡No!,  ¡no, no, no...!”

 

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(Fin del Capítulo 2)