SENOS Y BAÑO

 

Hubo una chacha joven con hermosos y rebosantes senos. Nunca los olvidaré.

 

Me imagino que ella lo hacía a propósito, se le veían los senos algo más de lo normal, medio mostraba “sin darse cuenta”.

 

Yo no sé cómo llegamos hasta esa intimidad. Estábamos los dos solos, abrazados, en el cuartito de los trastos del pasillo pequeño y yo metiéndole la mano en los senos y acariciándoselos. Por primera vez siento el embrujo de la cálida y tersa piel de una mujer, la acaricio embelesado, suave y lentamente. Todavía recuerdo su olor, risas, sensación agradable... Ella se sentía como yo, a gusto, tierna y así pasamos “perdidos” un buen rato, hasta que la voz de Elama rompe con mi nueva sensación, pero dejándome preso de ella “de por vida”.

 

Yo me creí ya un hombre, contento, macho, pero tan infantil que le voy con el cuento a mi amigo Josemari, “ - Tengo una mujer que me deja acariciarla, vente para que lo veas y a lo mejor también te deja  a ti”. Claro, Josemari no era tan inocente como yo y la chacha se dio cuenta. Descaradamente le mirábamos el escote con sus hermosas tetas balanceándose a través de la camisa medio abierta, mientras enceraba de rodillas el piso de madera del pasillo. Luego le pedí nos mostrara un poco, solo un poco, pero no quiso, estaba molesta. Cuando se fue Josemari, me sentí muy mal conmigo mismo.

 

Una tarde, dio la coincidencia que mamá y Elama habían salido a hacer una diligencia. Solamente se encontraban en casa los pequeños por allá, por el comedor, en la mesa, dibujando o jugando al parchís. La chacha y yo empezamos con las caricias en la cocina y terminamos acostados en la cama del cuarto principal, acariciando sus senos, pero principalmente sintiéndonos muy juntos. Nos revolcábamos sobre la cama, sentía su calor y poco a poco un calor adicional, más de lo normal, se me iba metiendo en el cuerpo. Sin embargo, solo nos abrazábamos. Ella siendo una mujer formada no intentó hacer más nada conmigo que no fueran abrazarme.

 

Cuando llegó mi madre me vio rojo, colorado, como si tuviera un salpullido. Su sexto sentido le mandó una señal de alarma muy clara y acertada, “- ¡Qué te pasa que estás tan rojo! No vaya a ser sarampión, ¿Cómo te sientes? ¿Tienes fiebre?”. “- No, no tengo nada, pero me siento raro. Mejor me voy a acostar” y mamá mosqueada se dirige al comedor y pregunta a mis hermanas “que si yo había estado con ellas” y recibe un rotundo “no” “- Estuvo por allá toda la tarde”. Me acosté, creo que por pena, porque aunque me lavara la cara con agua fría no se me quitaba el sofocón y también para mantener la creencia de una posible enfermedad, y es que desde que llegó mi madre hasta una o dos horas después, seguía como un tomate.

 

Con la luz apagada y los ojos abiertos, esperaba la hora de la cena. Al pasar la chacha por el cuarto, cuando llevaba la comida al comedor, yo la llamaba, ella entraba, yo acostado en la litera de abajo, ella se agachaba hacia mí, y yo le buscaba con mis manos entre el escote las deliciosas caricias. Se portó muy bien, pasaba con el segundo plato y regresaba con los platos sucios y otra vez se dejaba acariciar por un ratito. Esta vez quise ir más allá sin saber que me encontraría y me atreví buscar su sexo. Aunque estaba complaciente, me quería como un niño, no me lo permitió. Dulcemente frenó mi mano y la metió dentro de la manta y cobijándome se marchó.

 

A la mañana siguiente, mi madre, cariñosa, me hizo acompañarla a misa. No era Domingo. De camino a la iglesia “Creo que debes confesarte”, (por segunda vez y causa similar). Me sentí avergonzado y transparente, como si me hubiera visto. Pero no, era su intuición materna y femenina.

 

ALFONSO: Esa Chacha fue la primera mujer buenota que conocí en mi vida (esa apreciación es posterior al momento de la experiencia). A la cual te encantaba  chinchar, entre otras cosas, colocándole un lazo de cuerda en el piso con la intención de agarrarle el pie en la entrada de la cocina... lo tuyo debía ser una cuestión de hormonas incipientes....

 

Aunque no recuerdo exactamente como era la cara de la Chacha, se que era un "mujerón" muy alharacosa y despampanante que se maquillaba en exceso, y que tenía un tono de voz y una gestualización grandilocuente y coloquial, llena de simpatía y de refranes y dichos graciosos.

 

Debido a todas esas condiciones, la llegada a la casa de ella, nos creó expectativa a cada quien según su condición y circunstancia, es decir, por ejemplo; a Milita le atraía el hecho de su maquillaje y de que fumara... recuerdo a Milita reunida en Madrid con unas amigas en el hall de la casa, y fumando. A Chon y a nosotros, nos atraía por los cuentos y las chanzas, y por lo que recuerdo, en lo que a ti respecta, despertaba en ti una especie de euforia, la cual para satisfacer te convertía en mas hiperquinético de lo que normalmente eras, y la consecución del éxito en las chanzas y juegos que le hacías, te producía un regocijo mayor del normal en otras condiciones... es en base a eso que hoy en día deduzco que debería ser una cuestión de "hormonas incipientes"...

 

JAVIER: …por lo que relatas, se ve que no solamente a mí me convulsionaba… tu punto de vista ayuda a justificar “las sórdidas” páginas de mis confesiones, o sea, tú tienes razón, parece que sufrí de “hormonas incipientes”.

 

Hubo otra. Yo ya era mayorcito...

 

Era normal que las chachas bañaran a los pequeños. Una noche al entrar al baño ella me quiso bañar “Si quieres yo te baño”. Me sorprendió su propuesta… ¿Con doce años?, ¡me ofendí!, ¿Cómo me iba a bañar siendo tan grande?, ¡¿Qué se habrá creído?!... Una vez sumergido plácidamente en la tibia bañera, al contemplar mi desnudez caí en cuenta que mi “prepotente actitud” fue producto de mi boba inocencia…

 

 

(Arriba)

 

EL AMIGUITO EJEMPLAR

 

Se llamaba César, no recuerdo su apellido. Fue un amigo tardío y circunstancial. En apariencia no era para nada callejero, siempre iba muy bien vestido y peinado, medio debilucho y cuando mi madre lo trató, una o dos veces en la casa, le pareció amable y muy educado “- Te fijas, este muchacho sí me gusta”. Me imagino que lo decía por contraste con Josemari “el incondicional para lo que fuera” o por contraste con los hijos de conserjes, zapateros y abasteros. Este era educado y limpio.

 

Por primera vez  mamá se equivocó de banda a banda. Su sexto sentido le falló.

 

Llegó de improviso, quiero decir que no era asiduo en el barrio. Creo que fue nada más por esas vacaciones, jugó bastante en la calle con nosotros. Era amable. Tenía una hermana mayor pero no mucho más, y también tenía (cosa rara) un perro (cosa que nosotros ni podíamos imaginar).

 

Vivían en la acera de enfrente, en un edificio llegando a la esquina. El apartamento era asoleado, creo que tenía hasta un patio y, una tarde, estábamos allí un grupo de niños y niñas. Las niñas, dándoselas de importantes, hablaban de sexo como cosa exclusiva de mujeres expertas. Decían que se practicaba mucho en las cuevas que había en los campos de Cea Bermúdez y que los gitanos eran muy guarros en eso.

 

Para la hermana de Cesar, “el sexo” era algo normal y “cotidiano” (?), pero ese día... no tenía ganas! y para demostrarnos lo experta que era, se agachó hacia su pobre perro peludo que descansaba en el piso y le empezó a frotar el pene. Todos nosotros, en corro alrededor de ella, mirábamos curiosos el acto, hasta que al pobre perro se le salió su salchicha rosada, produciendo risas y asombro festejando la erección. Al fin y al cabo, todo lo relacionado con el sexo era cosas de niños, los grandes no perdían el tiempo en estas boberías. Y sin saber cómo, así me encuentro, o mejor dicho nos encontramos todos los muchachos masturbándonos frente a las muchachas. Aprendimos. No hubo ninguna reacción en ellas hacia nosotros ni de nosotros hacia ellas, eran juegos de niños, experimentando por primera vez una nueva sensación. Pero, tras los primeros frotes, ¡cómo recuerdo mi potente y alocada erección! nos “batíamos a espadas”, uno contra el otro, y seguíamos cada quien con sus caricias. Éramos tan niños que no eyaculábamos, no lo sabíamos, teníamos orgasmo sin posibilidad de conclusión, y en su lugar, la sensación se hacía cada vez más fuerte, y continuábamos frotándonos más y más sin eyacular. Era tan desesperante que llegué por primera vez al paroxismo, fue de locura y dolor, de... tener que parar, descansar y dejar a la naturaleza volver a su cauce.

 

¡Ay, mi madre que consideraba a César, el amiguito de Javier más amable, limpio y educado...! Todo un ejemplo.

 

 

(Arriba)

 

LA MUJER DIEZ

 

Pues sí, todo eso pasó antes de que la chacha me quisiera bañar y mucho antes de que deseara a la bella y única actriz que conocía en traje de baño, Esther Williams.

 

Ella nos obligó a inventarla, así como lo leen. Entre Arenas, mi compañero de los Agustinos (el admirador del dibujante Boixcar, el de “Hazañas Bélicas”) y yo construimos a la “mujer diez”.

 

Una tarde los dos en mi cuarto, con almohadas, un corsé, un sostén, una enagua, unas calzas, una peluca, unos trapos para rellenar el sostén, las caderas, las medias para hacerle las piernas... Me había llevado días poder “coleccionar” todo eso, sin que se dieran cuentas las mujeres de la casa, o sea, había en mi acto premeditación y alevosía. Esperaba con ganas poder disfrutarlo.

 

Una vez terminada nuestra Frankestein, la Esther Williams  de trapo, echamos a la suerte quien sería el primero. Lamentablemente le tocó a él y empezó a abrazarla de tal forma y a revolcarse con tal frenesí, que no quedó mujer que yo pudiera disfrutar. Los senos de trapo desparramados por allí, el sostén en cualquier parte, el corsé en los muslos, la enagua hecha un trapo, la peluca, los zapatos, las piernas por el piso, todo era un desastre. Creo que Arenas exageró un poco su demostración de “cómo hacer el amor a una mujer”.

 

Y yo rabioso.

 

 

 

 

LOS COLUMPIOS

 

A finales del verano del 56, empezamos a frecuentar el Paseo Rosales con sus amplísimas aceras llenas de mesitas de café. Allí descubrimos  que alquilaban bicicletas y nos dio por montar bici. El Parque del Oeste corría lateralmente al paseo y tenía una entrada que nosotros no conocíamos.

 

A mí no me emocionaba montar bicicleta entre el tráfico ya que no era muy experto, pero a Josemari sí le gustaba. Se hacía corta la media hora pero no teníamos dinero para más. Un día al entregar la bici, sin saber qué hacer, entramos al parque por Rosales.

 

Los caminos y paseos estaban más solitarios que los de la vía principal pero tenían las mismas características físicas. Deambulando por aquí y por allá, descubrimos una zona recreativa con una pista pequeña de patinaje, una rueda, paralelas y enormes columpios también para adultos. Desde entonces se convirtió en el lugar ideal del final del verano.

 

Íbamos todas las tardes a los columpios. Josemari, aunque era una “bestia” columpiándose, pronto desertó, le parecía una diversión para niños, el ya se metía en salones de baile y jugaba billar.

 

Allí hicimos un grupo estupendo de muchachos y muchachas. Nos alejábamos de los columpios explorando nuevas tierras; pasar por filos de altos muros - la indecisión de seguir o no... - Pero una parte del grupo ya ha pasado y la presión es muy grande - luchar contra el miedo, el equilibrio y el vértigo... Robar ciruelas del parque a pesar del peligro… y un día llegamos más allá, hasta el enjambre de vías del tren desparramadas por el piso a/y desde la Estación del Norte, marcan el límite del parque y al otro lado, aparece San Antonio de la Florida. (Creo que en la capillita de San Antonio hay un fresco de Goya, es mi sensación del recuerdo).

 

Y aprendí a columpiarme sin que nadie me diera el impulso inicial. Poco a poco, tomando fuerza con tu propio empuje, acelera y se eleva cada vez más, entonces, agarrando las cadenas más arriba te pones de pie para flexionar las rodillas y así imprimirle mayor empuje y velocidad.  Te elevas al punto de sobrepasar la horizontalidad con el piso, pareciese que fuese a dar la vuelta total a la barra y es en ese momento cuando las cadenas estiradas por la inercia se aflojan produciendo un sacudón violento que te tira hacia abajo. Este frenesí es acentuado por la competencia con el muchacho del columpio de al lado que quiere elevarse más alto que tú y en menor tiempo. Medir hasta dónde puede llegar el riesgo. Para salir de la competencia, aún con suficiente velocidad, saltar de él y tratar de caer de pie lo más lejos posible sin romperte las rodillas o las narices.

 

Y de pronto, una tarde, me fijo en ella. ¡Qué muchacha! Me encantó. Líder, hermosa y femenina. Muy femenina, con una personalidad fuerte e inteligente. Se llamaba Maite y tenía mi edad. ¡Cómo se columpiaba! Con qué seguridad, técnica y destreza, parecía una atleta. Era muy madura para su edad. ¡Cómo corría! Qué sana se sentía.

 

Siempre estaba acompañada por dos o tres amigas. Yo sabía que no me iba a ser fácil tratar con ella, necesitaría paciencia y mucho tino. No era tonta ¡Eso era lo que más me gustaba! ¡Lástima que el verano estaba llegando a su fin! Pero tuvimos bastantes tardes para pasear con el grupo, columpiarnos y patinar. Para el grupo quedó entendido que ella y yo nos gustábamos.

 

Como pasaba con la bicicleta - se hacía corta la media hora -, terminó el verano sin definir nuestros sentimientos. Y yo no sabía ni tan siquiera dónde vivía y lo más seguro es que más nunca nos volveríamos a ver y, como tirando un cabo donde agarrarme, le pregunte “- ¿En qué colegio estudias?” respondió “- En El Santo Ángel”.

 

Sólo pensaba en Maite, en su magnética, cálida y serena personalidad. Reconozco que siempre he sido apasionado. Tomo las cosas con profundidad y sentimiento y sin son de amor, más todavía. Soy muy obsesivo cuando comienzo cualquier relación.

 

Yo no iría al colegio en el siguiente curso pues nos veníamos a Venezuela, así que disponía de todo el tiempo del mundo.

 

Empiezan las clases y...  ¡No me lo van a creer! ¡Qué casualidad! Me entero que mi hermana mayor Milita, empieza a dar clases de no me acuerdo qué materia, en el colegio Santo Ángel.

 

Lo primero que hice, cual Sherlock Holmes, fue averiguar con mucha discreción y disimulo dónde quedaba el colegio. Quedaba en el mismo barrio de Argüelles pero en un espacio no frecuentado por nosotros. Cuando ubiqué el colegio, con el estómago nervioso y la respiración acelerada, me presenté momentos antes de la hora de salida. La esperé durante un largo rato, comenzaba el otoño y con las narices aguadas no la vi salir. Le eché la culpa a mi adrenalina. Pero un día y otro día... pasaba frío y perdía mi tiempo. No atinaba con su horario. Durante las comidas, como por curiosidad, en conversaciones con Milita logré averiguar a qué hora salía de dar clases a cuarto año.

 

Y así vi salir a Maite. Un día y otro día. La espiaba desde la acera de enfrente aguantando el frío. Me daba vergüenza que me viera. Pensé que por ser tan seria, tampoco a ella le gustaría que nos vieran juntos. Siempre salía acompañada por dos o tres amigas. La seguía a distancia y escondiéndome. Sus amigas se iban quedando por el camino y por una u otra razón, siempre se me perdía de vista. Definitivamente no servía  para policía.

 

Un día decidí esperarla más cerca del lugar donde se desvanecía. Al llegar al Paseo de Rosales ya andaba sin compañía. Cruzó la ancha vía, esa acera del paseo colinda con el parque del Oeste, solo hay cafés al aire libre, cerrados por el frio otoño. Después de seguirla entre mesas y sillas amontonadas y recogidas, de pronto, se desvanece entre los árboles.

 

Me acerqué al punto de la desaparición. ¡Lo que menos me podía imaginar!... ¡por eso se esfumaba!... es que, entraba al solitario y frío Parque del Oeste... ¿Al parque???... Pero ¿Para qué?...

 

Tenía que averiguar por qué entraba al parque… ¿Dónde vivía?

 

Aproveché un fin de semana que Milita no estaba en casa y con el corazón a millón, me atreví abrirle el cajón de su cómoda y tomar las carpetas de sus alumnas. Los nervios, la curiosidad y la emoción no me dejaban ver con claridad lo que quería averiguar. ¡Por fin! su carpeta, su foto carnet encabezando la pagina de vida. Ahí estaba todo, dirección, nombres de los padres, me sentí entrometiendo en su vida y, para colmo, pude comprobar que también era una magnífica estudiante ¡qué notones! Vivía en San Antonio de la Florida, ¡he ahí la razón! Acortaba camino atravesando el parque y cruzando por el paso nivel del tren. Yo quería hablar con ella y tenía que ser antes de que traspasara la línea férrea. Al otro lado estaba su gente, su barrio que yo no conocía y no me atrevía  pisarlo.

 

El otoño dejaba sus huellas sobre el paisaje mostrando un parque muy distinto al de las vacaciones; el cielo gris y el clima frío dibujaban una triste y lóbrega estampa: caminos solitarios, árboles desnudos, algún débil trinar en sustitución de risas, gritos y voces.

 

Seguirla en el parque tan desnudo se me hacía difícil. Estaba muy expuesto y ella no me hubiera dejado acercarme. Corría más rápido que yo y siempre hubiera escapado. Y yo quería demostrarle lo que sentía por ella.

 

Un día me arriesgué y decidí no perderla y para ello busqué la ayuda de Josemari el incondicional, el “todo terreno”. Él hacía cualquier cosa por mí y más en este tipo de aventura.

 

Esperamos a que sus amigas la dejaran sola y empezó a transitar los caminos del parque. Tratando de acortar distancias, nos hicimos visibles. Volteó y cuando nos vio acercarnos, se extrañó por nuestra inesperada presencia y reaccionó echando a correr. Corría con la desenvoltura y la agilidad propia de una gacela. Y ahí nos vemos los dos corriendo tras ella, se alejaba saltando y brincando escalones y atajando camino se metía por la grama que estaba prohibido pisar. Y yo temiendo lo peor “- José, alcánzala, me torcí un tobillo” y José le metió corazón y velocidad saltando y corriendo como nunca. Antes de llegar al paso nivel del tren y en la misma línea divisoria, donde ella encontraría su seguridad, José la frena contra un árbol.

 

Llego hasta ella, José la afloja y se retira. Los dos frente a frente nos miramos con cierta tensión y agrado durante unos instantes.

 

Ella rompe el silencio “- Di lo que tengas que decir,  me esperan en casa”,  la  miro  sin  atinar  a responder “- Solamente quería hablarte, verte otra vez, y...” y nos miramos en los ojos del otro en un prolongado silencio que decía; “lo hemos pasado bien, nos gustamos, nos sentimos bien y...” el primer beso “a tornillo”, torpe pero prolongado, aceptado. ¡Qué grandioso!... SOMOS DOS EN UNO.

 

Nos separamos con dulzura y tristeza. Nos miramos en silencio por un momento. Ella, poco a poco se aleja con pasitos cortos, dubitativos. A unos metros de distancia, se vuelve, me mira, sonríe, se despide con la mano en alto, regresa sobre sus pasos y empieza a correr hacia  la línea del tren, hacia el paso nivel, hacia la línea divisoria y definitiva. Y uno siente miedo. Y uno cree que ya se está haciendo adulto y se empieza a sentir importante y José, que ha presenciado la escena a cierta distancia, rompe en un grito eufórico abrazándome, “- Jodé macho ... ¡qué bueno! ... tremendo beso” (En esa época y a esa edad, uno no podía ni pensar, ni imaginarse siquiera, el agarrarle la mano a una niña y menos, besarla en la mejilla y mucho menos besarla en la boca y nunca en la calle, eso ni estando casado).

 

José y yo nos abrazamos una y otra vez muertos de entusiasmo, y brincando, nos vamos dándonos puñetazos en los hombros llenos de alegría.... Me sentí muy sabroso... muy a gusto... muy bien.

 

Son 14 años.

 

 

(Arriba "Mujer diez")

(Arriba "Los columpios")

 

(Fin del Capítulo 4)