ÁLBUM FAMILIAR

En un enmohecido álbum familiar, las fotos de un día especial muestran las primeras imágenes de mi infancia. Fotos tomadas en el desolado paisaje de posguerra que ofrecía el Parque del Oeste de Madrid.

 

 

Era el día de la Primera Comunión de mi hermano mayor, Pepe.

 

Una de las fotografías tomada por mi madre Milagros, (supongo que fue ella porque no está en el cuadro familiar) muestra a Pepe acompañado por sus hermanos Fote y Roberto, los tres vestidos de marinerito pero Pepe de gala, de Primera Comunión. Aparecen también Paloma (no se por qué no está Milita) y un joven padre de 34 a 35 años, llamado Adolfo, que me sostiene en brazos, acompañado por dos tías abuelas, Carmen y Esperanza, que fueron muy importantes en mi infancia.  En otra foto, me imagino que tomada por mi padre, mi madre me sostiene de pie sobre el piso. Aún no tenía un año.

 

 

La guerra civil española había finalizado hacía tres años y la segunda guerra mundial, ya tenía dos años de haberse iniciado cuando se me ocurrió venir al mundo un 24 de Julio de 1942 a la una de la madrugada en nuestro apartamento de Guzmán el Bueno Nº 41 (luego pasó a ser el Nº 45 al construirse tres edificios en los solares de al lado, donde jugábamos con escudos de cartón y espadas de madera, a romanos,  piratas y mosqueteros).

 

“Recién nacido”, como era costumbre de la época, “para no ir al Limbo en caso de muerte”, cuatro días después, el 28 de Julio, me bautizaron con el sonoro nombre de Francisco Javier Santiago Ramón, en la Parroquia del Santísimo Cristo de la Victoria de Madrid. Así consta en el libro 2 de Bautismo de la Parroquia, folio 247, num. 420, según un documento solicitado con fecha de 23 de Octubre de 1942 y firmado por el Párroco Don José Alcocer.

 

Soy el número seis de mis definitivos doce hermanos. Digo definitivos porque antes de los gemelos Alfonso y Angelines, hubo una hermosa María de los Ángeles que murió de meningitis a los 14 meses de nacida por falta de penicilina.

*...y María de los Ángeles, un montoncito dormido en cuna alta, azul y de madera, para la que siempre pedían silencio. ( ) La casa llena de gente, el ambiente tenso, más gente, médicos, las tías de mami, todo el mundo corriendo y yo desplazándome desconcertada  por todas partes, hasta descubrir que el secreto venia del cuarto de María de los Ángeles. Allí fui. Ella dormía tranquila, ¿qué podía pasar? Acerqué una silla hasta la altísima cuna, me doblé sobre la baranda y la besé en la cara que... estaba tan incomprensiblemente fría... Una de las tías de mamá me bajó de un solo golpe de la cuna y yo, asustada, me refugié en el balcón ,desde ahí, llorando “ese algo” que se convertía en dolor incomprensible, os vi llegar del colegio a Milita, a Paloma y a ti (Mercedes). Cuando entrasteis a la casa, a una orden de mamá, las cuatro nos fuimos con la tía Amalia a su casa.

 

 

 

 

 

 

 

 

          En brazos de mamá

España vivió muchos años de estrechez. Primero la posguerra y después el bloqueo norteamericano por considerarla aliada de Alemania.

Madrid mostraría por largo tiempo las heridas de la guerra que tan duramente sufriera y que tanto le costaría cicatrizar. Se evidencia en fotos de quince años después de la guerra. Estamos frente a un monumento del Parque del Oeste totalmente acribillado por el fuego cruzado. Estos años fueron los de mi infancia. Recuerdo las libretas de racionamiento para comprar y disponer de comida. También el final de “las estraperlistas” con sus corticas chaquetillas de pelo de astracán y sus botas a los tobillos, vendiendo contrabando, siempre atentas para correr o disimular ante la presencia de la policía.

Carros y carretas de traperos tiradas por burros o mulas, o los gitanos que vivían en cuevas cinco o seis manzanas más arriba en los descampados de Cea Bermúdez, o los corros de gente alrededor de alguna niña bailadora acompañada por guitarra y pandereta. Y comenzando los veranos, después de comer al salir del portal me encontraba en mi acera o en la de enfrente, un grupo familiar de gitanos con un oso pardo sujetado por una cadena a su collar, y el domador, vara en mano lo hacía poner de cabeza, dar vueltas y terminaba el acto bailando al son de la pandereta, en otras ocasiones era la demostración de equilibrio de una cabra montés que subía sobre distintos objetos que le iban colocando; mesas, taburetes, sillas, hasta llevarla al estrecho espacio del cuello de una botella donde quedaba allá arriba encaramada, o el organillero sonando un chotis con el mono titi vestido de botones… “espectáculos” callejeros alimentados por transeúntes que dejaban sus monedas en el gorro que pasaba entre los curiosos la niña gitana.

 

 Siendo ya un niño que va con su pandilla a jugar, todavía había zonas restringidas y cercadas en la Ciudad Universitaria, en el Parque del Oeste o en la Casa de Campo donde estaba prohibido pisar porque no habían sido limpiadas de minas o bombas sin explotar.

 

Usábamos la altura de las trincheras para representar la famosa escena de las películas de vaqueros, donde el muchacho saltaba por los aires desde la lomita sobre el malo que huía a caballo. O realizábamos batallas a pedradas contra los “japoneses”. Así y todo, protegido y escondido en las trincheras verdaderas, más de una vez recibí una pedrada abriéndome una brecha en la cabeza. También era muy común encontrar casquillos y balas sin explotar que nos llevábamos a la casa.

 

 Otro lugar preferido de juego eran las troneras. Las habíamos descubierto en nuestras andadas por los lejanos parajes de la Casa de Campo. Era una fortificación subterránea, compuesta por tres o cuatro cuartos alejados unos de otros, dispuestos en forma de punta de estrella y construidos con “hormigón armado” (como le decíamos) vaciado sobre una urdimbre de cabillas que le daban la consistencia necesaria para resistir cualquier ataque. Se comunicaban por estrechos pasillos subterráneos. Estos cuartos para 6 0 7 hombres, sobresalían del suelo un metro más o menos, lo suficiente para asomar los fusiles por las estrechas ventanas (o troneras). Ahora, solitarias, abandonadas, eran mudos testimonios de la defensa de Madrid. La entrada oscura a ras de tierra nos llamaba misteriosa a recorrer sus pasillos y cuartos subterráneos, antes llenos de órdenes, gritos, estallidos y desesperación, ahora la muda oquedad avivaba nuestra fantasía infantil.

 

 Parecía que nunca se borrarían las huellas de la metralla en las fachadas de las edificaciones de la Ciudad Universitaria.  Una metralla que se había cebado sobre un grupo de esculturas que permanecían apiñadas y almacenadas en una dependencia de la Ciudad Universitaria. Desde una empinada ventana descubrimos este atractivo y “prohibido” lote escultural. Todas estaban “desnudas” (pecado), dioses y diosas, personajes griegos y romanos, a los que les faltaban alguna nariz, dedos, cabezas horadadas, pedazos de brazos, senos y penes cercenados, mudas figuras que permanecían relegadas en este gran salón. Ese atrevido descubrimiento producía en mí una extraña mezcla de sentimientos confusos. Por un lado, penetrar en lo prohibido de la desnudez y por el otro, me estremecía comprobar la mutilación de esos hermosos cuerpos, verdaderas obras de arte, víctimas de la sinrazón de una guerra. Todo terminaba bruscamente en un alocado salto desde la ventana al piso tras el aviso de la pandilla, ante el avance frenético de un guardia.

Como por obra de magia, de pronto, todo comienza a cambiar rápidamente y en la Plaza de La Monclóa se comienza a construir el Arco de la Victoria coronado por una cuadriga romana y los terrenos heridos de la Ciudad Universitaria se convierten en hermosos jardines donde ahora también estaba prohibido pisar, pero no por peligro a la vida, sino para no estropear la hierba.

 

En el recorrido por las páginas del álbum fotográfico son las estáticas imágenes las que hurgan la memoria avivando los recuerdos, permitiéndolos salir y hacerse sentir nuevamente con todo lujo de detalles.

 


Fotomatón

Al arribar a Alicante, mi padre me premió con una foto-matón de fotógrafo ambulante. Seguro me emocionó el caballo en el paisaje de palmeras mediterráneas.

 

Era mi primer viaje en tren acompañado por mis padres y la tía Esperanza. Tenía cinco años de edad y no sabía por qué me llevaban allá. Después de algunas horas de llenarme los ojos de paisajes, me quedé dormido sobre las piernas de mi padre.

 

 Finalmente, nuestro destino, el Preventorio en Aguas de Busót es el decorado para diversas fotos con mi hermano Roberto que ya estaba allí; en una, echa un brazo sobre mis hombros, en otra con mi madre y mi tía Esperanza y una última foto con un grupo de compañeros del Preventorio...

 

El caso de Roberto fue muy particular. Pasaría allí dos años. Regresó sano a Madrid y de pronto volvió a recaer, al punto de tener que mandarlo en esta oportunidad, no a un Preventorio, sino a un Hospital en Valencia. Allí permaneció dos dramáticos años, pues en dos oportunidades le tuvieron que administrar la Extremaunción... en dos oportunidades estuvo al borde de la muerte. ¿De qué padeció? (creo) fue algo así como tuberculosis ósea o inflamación de los ganglios pulmonares. Logró salvar la vida, según tengo entendido, gracias a la penicilina que mi tío Gordon (el gringo marine casado con mi tía Chiqui) le podía mandar de Estados Unidos. La penicilina era muy reciente y en España no había.


Con la fotomatón en la mano

 *Roberto como “ese hermano” que jamás existió, que jamás vimos, y que sólo recordábamos como real cuando por alguna fecha especial mamá compraba un juguete para llevarlo o enviarlo al sanatorio...

Volviendo al tema de Aguas de Busót. Allí pasé una temporada más o menos larga. Me mandaron con la excusa de acompañar por un tiempo a Roberto. Me imagino que tendría alguna mancha en los pulmones y “por si las moscas”.

Y la primera noche, recibí un injusto castigo.

 

Se apagaron las luces del dormitorio comunitario donde dormíamos una cantidad de niños en dos hileras paralelas de camas. Era mi primera noche fuera de casa, lejos de mi familia; solo, temeroso, retraído, (Roberto dormía en otro salón). De pronto, algo sucedió. ¿Qué pasó? ¡No lo sé! Alguien habló, se hizo escándalo... No sé. Se prende la luz. Entra la cuidadora y se pasea por el largo salón, “- ¡Tú!...”, me señala a mí, “Sí, tú”, me manda agarrar mi pesada manta y me obliga a seguirla hasta el otro extremo del salón. En mitad de pasillo, de pie y descalzo sobre el frío piso, me dice que me cubra totalmente con la pesada manta sobre mi cabeza. Toda la sala en silencio sepulcral. Apaga la luz y se va.

 

Con la rabia y la confusión de tal acción, no recuerdo cuánto tiempo duró el castigo, ni cuánto tiempo estuve ahí, ni si me dormí o no, pero sí recuerdo cómo pesaba esa manta, tanto que aún puedo sentir el dolor que me produjo en el cuello.

 

Por primera vez en mi vida, con cinco años de edad, entendí lo que era la injusticia, supe lo que era la humillación.

 

Este fue mi primer enfrentamiento con la vida en comunidad. Tampoco tengo bonitos recuerdos “comunitarios” en mis desbaratados y aburridos años de bachillerato. Fui social pero no gregario.

 

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A latere: Justo veinte años después de lo narrado, en 1967, me diagnosticaron una tuberculosis cuando caí desmayado en el estudio de filmación de Bolívar Films. Como no terminaba de curarme, después de siete meses de tratamiento ambulatorio en casa de papá, tuve que hospitalizarme tres meses más en El Algodonal. Pero ésta, es otra bonita y humana historia, como dirían en TV.

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