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CAPITÁN DE NAVÍO MANUEL DÍAZ IGLESIAS:
 LUCES Y SOMBRAS DE UN MARINO

Alejandro ANCA ALAMILLO
del Círculo Naval Español

 

Este artículo "CAPITAN DE NAVÍO MANUEL LÓPEZ IGLESIAS: LUCES Y SOMBRAS DE UN MARINO", ha sido escrito por Alejandro Anca Alamillo, estudioso y experimentado investigador naval y autor de libros y muchos artículos sobre estos témas, y quien ha sido la persona que más y mejor me ha orientado en la investigación de la vida de mi bisabuelo Don Manuel.

Pero los "duendes de la imprenta" cuando hacen de las suyas, ¡las hacen gordas!, y aquí en tres ocasiones (incluyendo en el título) cambiaron el apellido de Don Manuel, y en vez de Díaz lo renombraron López, sin embargo el artículo es, a mi entender, un resumen magistral de su vida. En la transcripción a la página Web, está corregido.

 
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Portada de la revista "Revista General de Marina" correspondiente a los meses de Agosto y Septiembre de 2003

 

 


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Me parece temerario, a la par que fácil e injusto, juzgar desde la perspectiva del tiempo acciones u omisiones decisiones o inacciones ajenas, sin haber vivido en primera persona las circunstancias reales en las que se produjeron.

Como refiere cl dicho anglosajón, nobodv is perfect, y tan injusto sería no criticar los errores como no proclamar los éxitos de ahí el subtítulo de mi trabajo Luces y sombras de un marino

 

Un bravo marino

Nacido el 17 de abril de 1848 en Cádiz, Manuel Díaz Iglesias ingresó el día 17 de julio de 1860 como aspirante en el Colegio Naval Militar a la edad de 12 años.

Ascendido a guardia marina de segunda el día 20 de junio de 1862, embarcó por primera vez el día 23 del mismo mes en la fragata Esperanza.

Un rápido examen a su hoja de servicios basta para calificarla, antes de la pérdida del último buque de su mando, de excepcional: nada menos que cuarenta años de intachable carrera militar llevaba a sus espaldas. en los que había formado parte de la dotación de 31 buques de guerra, habiendo sido comandante de once de ellos, lo que le acreditaba sobradamente como experimentado marino.

Por si alguna duda hubiera a este respecto, entre otras muchas de sus meritorias navegaciones, destacaremos el viaje que bajo su mando realizó el cañonero Centinela de Nueva York a La Habana, durante el cual tuvo que capear un violento temporal a la altura del cabo Hatteras, o la colaboración que también bajo su mando prestó su buque, la goleta Valiente, al salvamento del Gravina, por poner algunos ejemplos.

También digno de reseñar, siendo comandante de Marina de Ilo-Ilo, el benemérito salvamento del crucero Reina María Cristina, que recordemos varó a comienzos de febrero de 1895 en los arrecifes de Cagayanes, y que consiguió llevar a remolque desde el buque de su mando, el vapor Uranus. Dicho salvamento le valió la concesión de la Cruz Blanca de 2ª clase del Mérito Naval.

En 1898 es condecorado con la Cruz del Mérito Naval de 3ª clase con distintivo rojo, y con la Cruz de San Hermenegildo.

En definitiva, y para no cansar más al lector, hemos podido constatar que en aquella época Manuel Díaz Iglesias era uno de los marinos más aptos con los que contaba la Armada española, por lo que a priori estaba llamado a ocupar sus más altos estamentos; pero, corno veremos a continuación, la fatalidad quiso cruzarse en su camino.

 

Uno de sus mayores éxitos: el litigio en Inglaterra

Pero paradójicamente, la mayor satisfacción que tuvo durante su carrera profesional fue desarrollando un trabajo burocrático, tarea generalmente anónima y gris que en el caso que nos ocupa mereció todo el reconocimiento y la felicitación del mando, al conseguir que la justicia británica diera la razón a España en el contencioso que le enfrentaba con el astillero escocés de J&B Thomson dc Clydebank.

En aquel entonces don Manuel era jefe de la Comisión de la Arma­da en Europa con sede en Londres, cargo que ostentaba desde agosto del año 1900. Este era, sin duda, uno de los destinos más importantes a los que podía aspirar un oficial del Cuerpo General de entonces, enco­mendándosele la misión de articular todos los medios legales necesarios al efecto.

La demanda exigía una compensa­ción económica por el incumplimiento de la casa constructora con los plazos de entrega de los torpederos Audaz, Osado, Proserpina y Plutón, contrata­dos por España -los dos primeros, en fecha 4 de junio, y los dos segundos, el 24 dc octubre de 1896-, y que sobre­pasaron con mucho las fechas estipula­das en el contrato.

Recordemos que con anterioridad España había propuesto la construcción de estos buques a distintos astilleros franceses e ingleses, especificando clara­mente en su proyecto la construcción de un torpedero con un andar no inferior a los 30 nudos, con un plazo de entrega lo más ajustado posible en el tiempo.

La importancia de este último factor era tal que, aunque la proposición de la J&B Thomson era la más cara, se aceptó finalmente por comprometerse a entregarlos en un plazo no superior a los nueve meses.

Pero el astillero pecó de prepotente al aceptar la cláusula relativa a la velo­cidad de los buques pues, como se comprobó al poco tiempo, estaban al límite de su capacidad tecnológica.

Todo esto, unido a distintos problemas laborales y de material que se declararon en el desarrollo de los trabajos, hizo que la construcción de ambas unidades se retrasara varios meses, no siendo entregados hasta poco antes de declararse la guerra con los Estados Unidos.

En la sentencia, dictada el 16 de febrero de 1905, el propio juez del caso. Lord Kyllachy, hacía el siguiente comentario:

«Creo que es bastante probable, quizá más que probable que si en la primavera de 1897 el gobierno español hubiera estado en una situación para establecer a lo largo de la costa de Cuba, o incluso en una parte de dicha costa, un bloqueo realmente efectivo -quiero decir efectivo contra la llegada de armas-, quizás se podría haber derrotado a la insurrección cubana, evitan­do así la intervención americana.»

Esta opinión, muy respetable, es también muy discutible, pues aunque esta apreciación en su primera parte podría ser válida no creemos que la intención de los norteamericanos cambiase respecto a arrebatarnos cuanto antes el control de la codiciada isla caribeña.

España recuperó de esta manera la nada despreciable cantidad de 67.500 li­bras que, sumadas a los intereses fijados en un 5 por 100 desde fecha 2 de enero de 1901, hacían una suma total de 81.000 libras.

Tras el resultado feliz del contencioso, y tras permanecer durante algunos meses más en Inglaterra, a don Manuel se le releva el 3 de julio de 1905 de jefe de la Comisión de Marina en Europa y se le nombra comandante del Cardenal Cisneros, tomando en agosto siguiente el mando del buque, relevan­do a su vez al capitán de navío Alejandro Bouyón y Rubio.

 

Su mayor fracaso: el naufragio del crucero Cardenal Cisneros

Una de las pérdidas en cuanto a material más sensibles que sufrió nuestra Marina al comenzar el siglo xx fue sin duda la del crucero Cardenal Cisneros, no tanto por la pérdida en sí, que afortunadamente no estuvo acompañada de víctimas, sino por la situación de penuria y ostracismo que sufría nuestra Armada a consecuencia de los desastres navales de Santiago de Cuba y Cavi­te; de hecho, y corno veremos más adelante, la opinión pública de nuestro país se mostraba especialmente crítica con nuestra Marina, juzgándola con un ojo inquisidor tal que no la permitía perdonar ningún traspiés más, por muy acci­dental que éste fuera.

Buen ejemplo de lo que afirmamos lo encontramos en la ácida burla con la que se cebaron los semanarios y periódicos de la época cuando en enero de 1901 nuestro mejor buque de guerra de entonces, el crucero Carlos V, que se encontraba en Ferrol, y con motivo de mostrar el sentimiento de nuestro país por el fallecimiento de la reina Victoria de Inglaterra, fue comisionado para viajar al puerto de Portsmouth pero, tras varias horas de preparativos y de verificarse su salida, a tan sólo 150 millas de la costa española tuvo que regresar por una avería grave en sus calderas, lo que provocó la malintencio­nada propuesta de los periodistas para que el buque fuera desguazado de inmediato, puesto que argumentaban que «cualquier temporal lo afectaba y que si había un apuro no se podría escoger un día de bonanza para el combate».

Los españoles estaban dolidos con su Marina, y nuestra Armada lo único que podía hacer era pasar lo más desapercibida posible. Este era el difícil contexto histórico en el que se produjo la pérdida del buque y que nos ayudará a entender con más facilidad la «caza de brujas» y las «defensas apasionadas» de las que fue víctima y protagonista su comandante.

Recordemos que el Cardenal Cisneros se hundió en octubre de 1905 como consecuencia, y siempre según la versión oficial, de chocar su casco con una roca no señalada en las cartas cuando salía rumbo a Ferrol de la ría de Muros.

Si bien el crucero había entrado en servicio pocos años antes de acaecer el suceso, no se puede olvidar que su diseño y artillería estaban desfasados, pues su construcción se dilató por el espacio de varios años; de hecho había sido concebido para reforzar nuestra escuadra de las Antillas, pero la falta de presupuestos con los que acometer las obras dilataron en el tiempo de una manera exagerada su construcción.

No obstante, tampoco sería justo no reconocerle su importancia naval, pues, dejando aparte los aspectos técnicos sucintamente mencionados, no cabe duda de que en aquel momento representaba el más claro exponente de nues­tro hipotético resurgimiento como potencia marítima. De hecho, durante su construcción se emplearon en su mayoría materiales de la industria nacional, participando las factorías de Barcelona, Altos Hornos y Vizcaya de Bilbao y la mismísima Felguera de Asturias, entre otras. La construcción del buque alcan­zó los 22.776.170,5 de pesetas.

Su quilla fue puesta el 1 de septiembre de 1890, aunque en realidad no se comenzaron las obras hasta la botadura del crucero Alfonso XII el 21 de agosto de 1891, pues la escasez tanto de personal como de materiales hicieron que quedara paralizada su construcción. Recordemos también que la Real Orden de fecha 23 de octubre de 1890 dispuso su nombre. Fue botado el 19 de marzo de 1897, entrando en servicio el 1 de septiembre de 1902. Las obras en su último año estuvieron dirigidas por el ingeniero jefe de 1ª clase Manuel Hernández Pérez, que dio un gran impulso a las mismas durante el año en que estuvieron bajo su responsabilidad.

Para finalizar con esta somera descripción del buque, hay que señalar que, según los distintos informes consultados de su libro historial, el comportamiento de la mar del buque se calificaba como excelente, “por no decir inmejorable” por lo que en líneas generales podríamos calificarlo, pese a sus limitaciones, como un buen buque de guerra, si bien su estética no era de las mas airosas. A este respecto y como curiosidad, recordemos que el joven Alfonso XIII lo describiría en su diario de la siguiente manera: «A las 13 fondeó el Cisneros, que tiene una popa de “culo de mona” tremenda; es feísima. El barco es bueno, pero con poca artillería».

Aquel infausto día de 28 de octubre de 1905, el buque zarpaba del puerto de Muros, donde había llegado tras realizar días antes unas maniobras con el resto de la flota. Al parecer, la noche anterior todo había sido alegría en la localidad gallega donde había recalado el crucero, ofreciendo la corporación municipal a su dotación una cena y baile en su honor.

Eran las 07:05 horas de la mañana cuando zarpó el crucero, bajo unas condiciones metereologicas excepcionalmente buenas, con tiempo claro y la mar como un plato, pero con bajamar escorada.

Dos horas después, a las 09:00 horas, y cuando el Cisneros navegaba a una velocidad de 10 nudos, una laja le desgarró la obra viva de tal forma que fue imposible contener la inundación del buque, por lo que el comandante ordenó el desalojo del mismo durante los tres cuartos de hora que duró a flote, realizándose éste con diligencia, relativa tranquilidad y perfecto orden.

Al parecer, cuando ya no quedaba nadie abordo, el comandante se aferró al pasamanos del puente, negándose a evacuarlo. siendo forzado por el tercer comandante, el citado Andújar, y dos marineros a soltarlo, obligándole tras una enconada discusión a embarcar en uno de los botes que, dos minutos después y cuando se había separado a una distancia de unos 50 metros del crucero, fue triste testigo de cómo desaparecía para siempre bajo las aguas.

Debido al olvido del oficial de derrota del cuaderno de bitácora, no se pudo precisar nunca el lugar donde el casco del buque chocó con la laja, pues la inercia del mismo le hizo alejarse unas 2.5 millas del lugar del impacto.

El suceso no estaba nada claro, pues varios pescadores testigos del accidente afirmaron que el Cardenal Cisneros había chocado con los bajos de Meixidos, bien conocidos por los navegantes y señalados en las cartas, lo que hizo que la prensa sensacionalista de la época clamase por pedir la «cabeza de turco» correspondiente.

Independientemente de la polémica, y para conocer con detalle lo sucedido, se instruyó la correspondiente causa para aclarar los hechos.

Mientras tanto se destacó a la zona al Urania, buque de la Comisión Hidrográfica, para reconocer la zona, junto con el cañonero Marqués de la Victoria, y buscar la fatídica aguja no señalada en las cartas. A pesar de los intentos, no se encontró evidencia alguna de la existencia del obstáculo, manifestando el comandante de la División Naval de Instrucción -suponemos que ante la presión del mando y de la sociedad por conocer con premura la explicación al accidente- lo siguiente:

«Puedo casi asegurar que el Cisneros chocó con una piedra de las llamadas de aguja, no situada en la carta, distante a dos millas largas del W de los bajos Meixidos, y con referencia a noticias de pescadores deduzco, que esta bajo al que sólo da la carta y derrotero una milla de extensión, alcanza más de tres; que la piedra motivo del choque está de ordinario a una profundidad de 6,5 m del agua...»

Durante el proceso, una de las defensas más apasionadas que sobre su persona se manifestó ante el Tribunal y que más nos ha llamado la atención sin duda fue la del oficial Juan J. Navarro, que en un artículo publicado en el diario Heraldo, de 5 de abril de 1906, comparaba amargamente la suerte de su defendido con la de otros marinos que años antes -según él- se habían escapado indemnes de su manifiesta inaptitud; decía:

«En un país donde estamos todos acostumbrados a disimular y perdonar los mayores fracasos; donde caudillos valerosos que por impremeditación u olvido de los principios más proverbiales de la guerra nos llevaron a los desastres; donde hubo marinos que por su vasta erudición, por su elocuencia o por su saber científico llegaron, sin navegar, a ocupar los más elevados puestos. ¿no habrá un rasgo siguiera de compasión para este hombre tan modesto a quien en su desdicha sólo se le oye murmurar: “Veo mi pobreza, mi desgracia, la escasísima protección que se me ha dado; bien es verdad que yo valgo poco para solicitarlo de S. M.”»

No obstante, el tribunal, aunque no le hizo responsable de la pérdida del buque, sí censuró y castigó la negligencia por no haberse recogido el cuaderno de bitácora, olvido difícilmente justificable por las circustancias en que se produjo el abandono del buque, y fundamental para depurar responsabilidades en un suceso de estas características.

Así, la sentencia fechada el día 25 de enero de 1906 condenaba al capitán de navío Díaz Iglesias a un año de suspensión de empleo, basándose en cl artículo 198 del Código Penal de la Marina de Guerra, quedando para siempre truncada su brillante carrera profesional.

Paradojas del destino, dos meses más tarde le fue concedida la Cruz de 3ª clase del Mérito Naval pensionada por «sus especiales servicios prestados en el pleito sostenido con la Compañía escocesa Clydebank.

Durante su estancia en Inglaterra había contraído segundas nupcias con una súbdita británica, por lo que solicitó permiso para residir en Londres durante el tiempo fijado en la pena.

Cumplida ésta, en enero de 1907, se reintegra al servicio, siendo destinado al Instituto de Hidrografía, donde se le encargó de corregir el código internacional de señales para preparar una nueva edición, pasando a la reserva reglamentaria en abril de 1910. Un mes más tarde se le concedería la Gran Cruz de la Mérito Naval con distintivo blanco.

Murió con el grado de contralmirante en su domicilio de Madrid. sito en la calle Alcalá, 140, el día 9 de noviembre de 1917, a los 69 años de cdad.

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Última actualización: Abril de 2010